La cuarentena provocada por la pandemia del COVID-19 nos ha obligado a recluirnos en nuestras casas. Y así se ha visto reducida de manera drástica toda la estimulación a la que estábamos acostumbrados: trabajo, deporte, viajes, estudios, actividades, ocio y un larguísimo etcétera.
Nos hemos dado de bruces con la realidad de que vivimos en la cultura del HACER. Y que cuando no vivimos desde el HACER, no sabemos ni SER ni ESTAR.
Ante esta falta de HACER, no nos ha quedado más remedio que reaprender a SER y ESTAR. Y esto ha supuesto redirigir nuestra mirada. En lugar de dirigirla hacia fuera, hacia la rutina, las tareas de la semana, la planificación del viernes, a si habrá tráfico mañana, a qué hora tendré que madrugar… nos hemos visto obligados a dirigirla hacia dentro. Y esa mirada hacia el interior nos lleva a encontrarnos con nosotros mismos.
Tenemos la oportunidad de observar con más detenimiento qué sentimos, qué pensamos, por qué hacemos lo que hacemos, por qué pensamos lo que pensamos y por qué sentimos lo que sentimos. Una realidad que no estamos acostumbrados a contemplar.
Es posible que nos encontremos con que no habíamos sido conscientes de lo poco que nos observamos, de la relación tan distante que tenemos con nosotros mismos, de la dificultad para convivir en el interior cuando todo nuestro mundo exterior está en silencio.
Cuando miramos hacia dentro no siempre nos encontramos con unos ojos compasivos que nos devuelven la mirada. Descubrimos que tenemos muchas sombras. Culpas, autocastigos, voces críticas, soledad, dudas, incertidumbre, miedo o dificultades para gestionar muchas cosas de nuestra vida y de nuestras relaciones. Todo esto ha estado siempre, pero nos hemos acostumbrado a aplacarlo con la rueda rutinaria y frenética en la que vivimos el día a día.
A la vez, nos podemos encontrar con muchas luces dentro de nosotros. Unas luces muy brillantes e interesantes que han podido resurgir o incluso nacer a lo largo del confinamiento. Luces cómo la grandísima adaptación que poseemos sin darnos cuenta, la capacidad de conexión y empatía con nuestra familia, amigos, vecinos y desconocidos o la creatividad que hemos desarrollado en la búsqueda de llenar nuestros días.
Nos hemos visto obligados a aprender a gestionarnos a nosotros mismos. Desde lo más básico y sencillo como establecer una rutina en la que nos sintamos cómodos hasta el ser conscientes de que tenemos subidas y bajadas de ánimo y aprender a sencillamente observarlas, dejarlas estar y convivir con ellas.
Este confinamiento puede ser un proceso de toma de conciencia y autoconocimiento. De observar día a día cómo nos hemos ido adaptando y desarrollando, cómo nos hemos ido comportando, qué hemos sentido, qué no hemos sentido que quizá esperábamos sentir, qué cosas hemos aprendido. Al encontrarnos con nosotros mismos hay una capacidad de reflexión y de insight (el darnos cuenta de) que ha podido crecer durante esta temporada.
Nos hemos encontrado con nuestro propio espejo. Y mirando ese espejo de luces y sombras, podemos decir que TODO está ahí. Y que el proceso más bonito y enriquecedor de todos es conocer en su máxima totalidad quién es esa persona al otro lado del espejo sin juicio ninguno.
Ojalá acabemos besando esos espejos
Habrá que aprender a vivir en esa casa